El transiberiano por etapas: Chitá

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Al igual que Birobidjan, Chitá no es una de las paradas “obligatorias” al recorrer el transiberiano, pero ofrece una visita interesante para los viajeros que quieran realizar una parada a medio camino entre Irkutsk y Vladivostok. Nuestro tren llegaba a esta ciudad a las 6:43 de la mañana, y decidimos quedarnos hasta las cuatro y media de la tarde, momento en el que tomaríamos otro tren previamente reservado a Irkutsk. Es posible que a muchos les parezca poco tiempo para una visita, pero lo cierto es que nosotros nos quedamos bastante satisfechos con lo visto y vivido.

Nada más salir del tren, fuimos directamente a las consignas para dejar la dichosa maleta de la mudanza y los dos mochilones. Como en casi todas las estaciones, el personal no hablaba inglés, pero con la ayuda de los carteles, el traductor de Google y algún que otro signo nos las arreglamos sin problemas para salir con la sensación de haber dejado nuestras cosas a salvo.

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Chitá recibe a sus viajeros de tren con una vista panorámica de la Catedral de Nuestra Señora de Kazan (arriba), uno de los edificios más bellos y emblemáticos de la ciudad. Sin embargo, esta ciudad esconde otros templos algo con mayor valor histórico, como la Iglesia de San Miguel, que aunque luzca mucho más humilde, está estrechamente ligada a los decembristas, uno de los agentes históricos más interesantes de esta parte de Siberia.

Nosotros nunca habíamos oído hablar de los decembristas antes de decidirnos por el transiberiano, pero la verdad es que estos tramos del viaje ganan mucho en significado y, ¿por qué no?, también en algo de romanticismo cuando son imaginamos como el escenario en el que se libraron las historias y batallitas de los pioneros y/o condenados enviados a Siberia.

El caso es que, allá por el 26 diciembre (de ahí su nombre) de 1825, poco después de la muerte del zar Alejandro I, un grupo de aristócratas medio masones y medio liberales llevaron a cabo una sublevación contra la Rusia Imperial, aunque su intentona acabó fracasando, y los que no acabaron en la horca fueron enviados a Siberia, donde se les recuerda por el efecto modernizador que ejercieron sus ideas y su modo de vida.

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Y es que, por bonitos y agradables que nos parezcan los paisajes y ciudades de la Siberia veraniega y desarrollada, no está mal recordar que sigue teniendo un invierno durísimo, y que en aquellos años del Siglo XIX era un lugar mucho más aislado y mucho menos deseable para los rusos de mentalidad más europea, si bien muchos decembristas no tardaron en prosperar gracias a sus ahorros y sus conocimientos.

Los que queráis saber algo más sobre ello, tenéis a vuestra disposición el Museo de los Decembristas de Chitá, que está situado en la antes mencionada Iglesia de San Miguel, aunque nosotros coincidimos en el único día en que cerraban para descansar. Sin embargo, también es posible curiosear sobre el tema en otras ciudades, como la propia Irkutsk, que también cuenta con un museo-mansión bastante interesante.

En cualquier caso, creo que merece la pena andar un poco hasta la zona de la citada iglesia-museo, sobre todo por los edificios clásicos y las coloridas y detallistas casas de madera que se pueden encontrar de camino. Ciertamente, es bastante fácil ver estas últimas construcciones al paso por las vías del tren, pero creo que este pequeño barrio de Chitá ofrece una muy buena oportunidad para observarlas desde cerca.

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Por lo demás, el centro de ciudad se dibuja sobre una cuadrícula muy fácil de recorrer, con calles amplias, luminosas y limpias, y con grandes parques y plazas como la que corona la avenida de Lenin. Por cierto, en el lado este de la plaza de Lenin hay alguna que otra cafetería con dulces rusos de una calidad exquisita, más que recomendables para cualquier amante del chocolate.

Después de espabilar con el café y unos deliciosos crepes, mi mujer y yo decidimos compensar la visita fallida al museo de los decembristas con un par de entradas para el Museo Folclórico Regional, que sí estaba abierto, aunque nos costó un poco localizarlo.

No nos vamos a engañar, este museo es bastante viejuno, con un primer piso de fauna disecada que quizás disguste a los más sensibles, pero resulta bastante curioso, sobre todo por las exposiciones dedicadas a los diferentes grupos étnicos de la región, así como por algunos de los restos arqueológicos y reproducciones procedentes de guerras y expediciones insólitas, como las de unos samuráis japoneses que dejaron sus vistosas y -hoy en día- sorprendentemente pequeñas armaduras y katanas para la posteridad. Ahora bien, para mí lo más interesante fueron las salas dedicadas a la Segunda Guerra Mundial (de cuyo final se celebró el 70 aniversario en 2015), especialmente la colección de propaganda de la época, que no tiene desperdicio.

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En cualquier caso, la visita al museo nos ayudó a ubicar Chitá geográfica y culturalmente, y a entender el origen de las diversas gentes que habitan este Oblast tan cercano a Mongolia y al lugar en el que, supuestamente, nació el gran Genghis Khan.

Es más, con más de un 6% de creyentes, el budismo es la segunda religión de Chitá (después de un 24% de ortodoxos), y si tenéis algo más de tiempo y ganas, podéis descubrir esa faceta de la ciudad en lugares como el templo budista de Chitá, un lugar recomendable sobre todo para los que vayan a recorrer el transiberiano sin adentrarse en Mongolia o China.

En nuestro caso, tras la visita al museo, curioseamos un poco más por las calles céntricas y emprendimos el camino de vuelta hacia la catedral para buscar un restaurante más o menos asequible en el que volver a disfrutar de la cocina rusa. Nosotros acabamos en un restaurante subterráneo de la calle Amurskaya en el que, según mis apuntes, nos sirvieron un guisado de ciervo y costillas de cerdo al horno, ambos muy ricos (¡y solo 5 euros en total!), aunque lo que más recuerdo son las vueltas que dimos con el traductor del móvil hasta entender lo que íbamos a comer.

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Después de llenar la panza entramos a un supermercado a comprar provisiones para el viaje a Irkutsk, que duraría otras 18 horas, y luego regresamos a la estación de tren, donde pagaríamos unos euros para darnos una buena ducha y deshacernos del sudor acumulado durante el caluroso día que hizo.

Sin embargo, esta vez la espera hasta la salida del tren no fue tan apacible como en las ocasiones previas, ya que se nos ocurrió que podía ser un momento adecuado para reservar los billetes de Moscú a Berlín (más tarde hablaremos de ello), y resultó que el tiempo necesario para completar la compra sin hablar ruso era mucho más largo del que imaginábamos.

Milagrosamente, nuestro tren salió con un retraso de veinte minutos, el tiempo justo para acabar de sacar los rublos del cajero, imprimir los billetes y salir corriendo al andén desde el que salía nuestro trayecto.

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Al subir al vagón y entrar a nuestro compartimento, nos encontramos a dos mujeres dentro; una de ellas de apenas 30 años y otra cercana a la edad de jubilación, ambas muy simpáticas. La primera se llamaba Darya y era una rusa de armas tomar, aficionada a las motos y capaz de volar aviones ligeros. Según nos contó, su marido trabajaba en la lejana península de Kamchatka, mientras ella llevaba una tienda en Chitá. La segunda, llamada Yeva, era profesora de ingeniería ferroviaria en una universidad de Irkutsk, y nos contó que nada más llegar allí se iba a ir a su pequeña casita de veraneo a orillas del lago Baikal.



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Tanto Yeva como Darya (abajo junto a Lele) hablaban algo de inglés, así que no tuvimos demasiados problemas a la hora de comunicarnos. Es más, pasamos muchos ratos charlando sobre temas muy diversos, como el interés de Darya por la religión en general y el islam en particular, o el microclima que, según Yeva, suaviza las estaciones alrededor del Lago Baikal. Sin embargo, ambas insistieron mucho en que mi mujer y yo teníamos que tener descendencia, y les hacía mucha gracia imaginar lo que podía salir de dos personas con una apariencia tan diferente.

Pero el propio trayecto en tren nos dejó otras experiencias y escenas para el recuerdo, como el enorme incendio forestal que vimos a las pocas horas de dejar Chitá, con unas terroríficas llamas que asomaban bajo una torre de humo como la que no había visto en mi vida. Además, aquel fue el viaje más caluroso de todos, y recuerdo que nos costó bastante dormir hasta que comenzó a notarse el viento fresco y húmedo que soplaba desde el oeste, donde nos esperaba el majestuoso lago Baikal.

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