El transiberiano por etapas: Irkutsk y Listvianka

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La de Irkutsk es una de las paradas más populares del transiberiano, no solo porque se encuentra más o menos a mitad de camino entre Moscú y Vladivostok, sino porque además supone el punto de acceso a una de las principales joyas de este viaje: el lago Baikal.

También conocido como “el ojo azul de Siberia” o “la perla de Asia”, este lago mide 636 kilómetros de largo y 80 de ancho, y como muchos sabréis, es el más profundo del mundo, con la friolera de 1680 metros desde la superficie hasta el punto más hondo. Además, el lago Baikal contiene nada menos que el 20% del total de agua dulce del planeta, y es uno de los más valiosos desde el punto de vista de la biodiversidad.

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Ahora bien, para disfrutar de semejante portento natural no basta con llegar a Irkutsk, ya que las masas de agua que pueden verse desde la ciudad no corresponden al lago Baikal, sino al río Angara, el único río cuyo caudal proviene de las aguas del lago. Es decir, si queréis acercaros a las orillas del río tendréis que recorrer por lo menos una hora de camino en autobús hasta llegar a Listvianka, aunque de eso nos ocuparemos un poco más tarde.

Nuestra llegada a Irkutsk se produjo de mañana y bajo una lluvia considerable, lo que hizo que me acordase todavía más de la dichosa maleta de mudanza que me tocaba arrastrar hasta dar con la parada de autobús que nos llevaría al hotel Matreshka, situado relativamente cerca del centro y a dos pasos de la estación de autobuses.

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La calle del hotel estaba en obras y nos costó un poco dar con la vía de acceso, pero, por lo demás, nos pareció que ofrecía servicios de muy buena calidad por el precio a pagar, y además nos trataron fenomenal (y en inglés).

Después de pasar un rato reordenando el equipaje y discutiendo infructuosamente una posible reducción de los trastos que traíamos desde China, decidimos salir a comer, con la enorme suerte de acabar en Dom Rybaka, un restaurante en el que podréis disfrutar de la mejor cocina local a un precio sin competencia. Es probable que los camareros no hablen inglés, pero si os las arregláis para pedir un menú del día a base de sopa, ensalada y pescado (capturado por los propios dueños del local), estaréis de camino a una envidiable experiencia gastronómica.

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Con la tripa bien llena y un buen paraguas, abandonamos el restaurante para dar un paseo hasta la Catedral de Kazan, una de las más bonitas de la ciudad, aunque mis fotos no le hiciesen demasiada justicia. Si tenéis interés en entrar en esta catedral, o en la de la Epifanía, cosa que os recomiendo por el simple interés cultural y artístico, recordad que lo habitual es que las mujeres cubran su cabeza con un pañuelo, aunque es posible que os dejen uno en la entrada.

Por cierto, la zona en la que se encuentra la Catedral de Kazan no es precisamente la más elegante de la ciudad, y es posible que algunos tramos de calle se vean algo degradados, pero no se trata de un lugar peligroso (al menos de día). En cualquier caso, no está mal dejarse caer por ahí para ver cómo es vivir en las zonas no tan céntricas de esta ciudad de más de 600.000 habitantes.

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Nuestra siguiente visita fue al museo regional de los decembristas, sobre los que ya hablamos en la etapa de Chitá. El museo en cuestión se encuentra en la antigua residencia del príncipe Sergey Volkonsky, uno de los aristócratas que fue exiliado a Siberia tras el fracaso de la revuelta pro-liberal que tuvo lugar en 1825.

Puede que la casa no parezca gran cosa vista desde el exterior, pero su interior guarda una interesante colección de muebles, cuadros y objetos personales con los que revivimos parte de la tribulaciones atravesadas por estos hombres y mujeres, tan influyentes en la vida cultural del Irkutsk decimonónico.

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Con la meteorología en contra y bastante cansancio acumulado, decidimos que era hora de volver al hotel y descansar un rato, pero no sin antes comprar algo de comida para la visita a Listvianka.

Afortunadamente, el día siguiente amaneció algo menos lluvioso, y no nos empapamos demasiado durante el rato en que buscamos la estación de autobuses, que resultó estar delante de nuestras narices, aunque no la reconocimos, ya que los autobuses eran más bien furgonetas y la estación no era simplemente una plaza sin taquillas ni dársenas.

Tras 70 kilómetros de recorrido por una boscosa carretera llena de subidas y bajadas, llegamos a la pequeña Listvianka, que apenas llega a los 2000 habitantes, aunque en los días soleados se llena de turistas llegados de todos los rincones de Eurasia.

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Si no recuerdo mal, mi primera impresión al ver el lago Baikal fue la de estar ante todo un mar, y no solo porque no se viese la otra orilla, sino también por la presencia de los barcos pesqueros y el sonido de las pequeñas olas que rompían en sus pequeñas playas de gravilla. Por otra parte, aunque apenas brilló el sol en las horas que pasamos allí, me sorprendió la claridad de las aguas, que dejaban ver el fondo del lago en varios metros desde la orilla.

Pero no os preocupéis si la climatología os traiciona, porque Listvianka guarda otras atracciones de interés, como la arquitectura de sus caprichosas casas de madera o los mercados de comida, en los que, podréis probar el delicioso pescado ahumado que preparan por estos lares, entre otras delicias culinarias. Y si tenéis ganas de ver algo curioso, os recomiendo que visitéis el Retro Park, una especie de museo-exposición de una familia de artistas en la que graciosas esculturas de hierro conviven con una gran colección de coches y motos del periodo soviético.

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En cualquier caso, tras 4 o 5 horas en el pueblo nos pareció que ya habíamos visto suficiente, y decidimos volver a Irkutsk para dar una vuelta por las calles principales de la ciudad, esta vez con algo más de luz solar. Como cabía esperar, tanto las avenidas de Lenin como la de Marx tienen un aspecto tan señorial como sus homónimas en otras ciudades que visitamos, aunque las calles de Irkutsk tienen un aire algo más cosmopolita que las de Chitá o Birobidján. Eso sí, basta andar 20 minutos en casi cualquier dirección hacia las afueras para encontrarse con esa Rusia rural o suburbana construida principalmente a base de madera.



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Cuando empezó a caer la noche, decidimos volver al hotel para recoger el equipaje y llamar a un taxi que nos llevase de vuelta a la estación de tren.

Todo había salido sin ningún percance, y así hubiese terminado la jornada si no fuese porque nos tocó un taxista psicópata que hizo que el viaje de despedida se pareciese más bien a una huida al estilo de Hollywood, con salidas de semáforo patinando las ruedas y adelantamientos suicidas en pleno puente. También es verdad que el taxista quiso hacerse el loco en el último cruce y darnos una vuelta más larga hasta la estación, pero en cuanto vio que yo me había dado cuenta cejó en su intento y nos llevó directos.

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El tren a Novosibirsk salía a la una de la madrugada, así que tuvimos que pasar varias horas esperando en la estación, que, igual que las demás, ofrecía un ambiente bastante agradable y seguro. De hecho, tuvimos ocasión de hablar un poco con una familia rusa que también se encontraba de viaje, y hasta fuimos testigos de una rusada de campeonato cuando llegó la hora de cenar y el hijo mayor levantó y movió toda la fila de asientos a pulso, ¡con sus padres y hermanos sentados encima! Ver para creer.

Cuando por fin llegó la hora de subir al tren, nos llevamos un pequeño susto al comprobar que faltaban los vagones en los que nos tocaba dormir, pero luego nos explicaron que se trataba de una maniobra habitual y que pronto procederían a acoplarlos.

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Una vez dentro, descubrimos que se trataba de un tren más nuevo y con prestaciones algo más completas que los que habíamos probado hasta entonces, y además volvimos a tener la suerte de viajar junto con un señor muy agradable y, además, bastante parecido al presidente Putin, aunque para la mañana siguiente ya se había ido, dejándonos todo el compartimento para nosotros solos.

En cuanto al propio viaje a Novosibirsk, duró casi un día entero, pero fue uno de los más tranquilos y agradables que recuerdo, no solo porque íbamos a nuestras anchas y sin temor a molestar a nadie, sino por la belleza y los colores vivos del paisaje, del que no me cansaría nunca.

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