Es posible que Vladímir se encuentre demasiado cerca de Moscú para planear una parada de transiberiano, pero quienes decidan bajarse del tren en este punto tendrán la oportunidad de entrar en el Anillo de Oro de Rusia, una de las zonas de mayor importancia histórica, cultural y artística de todo el país.
Entre las ciudades que forman el anillo, las más destacadas son Yaroslavl, Kostroma, Ivanovo, Suzdal, Vladimir, Sergiev Posad, Pereslavl-Zalessky y Rostov Veliky, aunque nuestra visita se limitó a Vladimir y Suzdal, localidades separadas por solo 36 kilómetros.
Las primeras referencias históricas a Vladímir se remontan a principios del Siglo XII, cuando apenas era una avanzada defensiva del principado de Rostov-Suzdal. Sin embargo, para mediados del Siglo XIII, la ciudad ya se había convertido en una importante capital al noreste del decadente Rus de Kiev, el estado eslavo en el que enraízan las nacionalidades ucraniana, rusa y bielorrusa.
No obstante, al igual que les ocurrió a otras ciudades de la Rus, en el año 1238 Vladímir fue sitiada por los mongoles de la Horda de Oro, dominada por el Batá Kan, nieto del mismísimo Gengis Kan. Hasta 32 edificios fueron arrasados por el fuego y la ciudad nunca volvería a recuperar su importancia pasada, aunque en la actualidad todavía conserva algunos de los edificios construidos en su época de esplendor, como la enorme Catedral de la Dormición (arriba), una de las obras destacadas entre los Monumentos Blancos de Vladimir y Suzdal.
Mi mujer tenía un interés especial en esta parada, pero nuestro tren llegó a Vladimir pasada la medianoche y apenas pudimos apreciar nada de la ciudad en el corto trayecto de la estación al hotel. Nuestro plan para el día siguiente consistía en viajar primero a Suzdal y explorar Vladimir en el tiempo que nos quedase hasta tomar el tren con destino a Moscú, así que dedicamos un rato a organizar el equipaje y la comida antes de irnos a dormir.
Después de levantarnos y desayunar buscamos un taxi que nos llevase a la estación de tren, en cuyas consignas dejamos el equipaje pesado. A continuación fuimos a la estación de autobuses, que se encuentra justo en frente de la ferroviaria, y compramos dos billetes para Suzdal.
Nuestro pequeño autobús tardó casi una hora en llegar a su destino, que formalmente no era el centro de Suzdal, sino una estación de autobuses localizada a unos dos kilómetros, aunque el conductor se ofreció a recorrerlos por poco más de un euro.
A medida que nos adentramos en Suzdal y su kremlin, que es como se denomina en ruso a las ciudadelas, me pareció que estábamos viajando atrás en el tiempo, hacia el periodo en el que se forjaron algunos de los rasgos más destacados de la identidad rusa, con el cristianismo ortodoxo y sus caprichosos templos al frente. No en vano, el principal atractivo urbanístico y arquitectónico de Suzdal consiste en sus monumentos religiosos, aunque en este caso iglesias y monasterios conviven en un entorno de aldea agrícola que aporta un extra de encanto al lugar.
Tras un buen paseo por los alrededores, partimos en busca de un lugar económico en el que comer, y acabamos en una tienda de comida casera precocinada situada en la zona de cafés y restaurantes que se extiende al este de la plaza Torgovaya. Como de costumbre, nos pusimos las botas a base de platos locales y se nos alargó la sobremesa un poco más de lo debido.
Una vez desperezados, nos despedimos del kremlin de Suzdal y nos echamos a andar por la avenida de Lenin, en dirección al Convento de la Intercesión y el Monasterio de San Eufemio Redentor. Ambos complejos fueron levantados a mediados del Siglo XIV y constituyeron puntos de gran importancia religiosa, aunque el primero sirvió de prisión a diversas mujeres de la aristocracia rusa y el segundo acabó funcionando como una cárcel y más tarde acabó en manos del sistema Gulag.
La verdad es que nos hubiese encantado poder pasar un poco más de tiempo en la preciosa Suzdal, pero todavía nos quedaba Vladímir por explorar y solo el camino de regreso nos tomaría cerca de hora y media, por lo que no nos quedó más remedio que marchar.
Para cuando llegamos a Vladímir el tiempo ya se había nublado del todo y llovería a ratos durante las dos horas que pasamos recorriendo el casco antiguo de la ciudad. Aun así, nos gustó mucho lo que nos encontramos a lo largo de la Avenida del Gran Moscú, desde la Catedral de San Demetrio hasta la Puerta de Oro, sin olvidar la antes citada Catedral de la Dormición (o de la Asunción).
Cerca de este último monumento, coronando uno de sus mejores miradores del Parque Pushkin, se encuentra una elegante estatua en memoria de Vladimiro el Grande (958-1015), una figura de vital importancia en la cristianización de la Rus de Kiev. De hecho, Vladimiro llegó al trono como un rey pagano que contó con centenares de esposas, y de no ser por la buena impresión que le causaron los cristianos de Constantinopla, bien podría haberse decantado por cualquier otra religión influyente de sus dominios.
No obstante, el nombre del municipio de Vladímir no proviene de Vladimiro el Grande, sino de su bisnieto Vladimiro II de Monómaco (1053-1125), quien fundó y fortificó la ciudad, estableciendo las bases para su futuro auge.
Tras pasar toda la mañana y la tarde caminando, a las 6 de la tarde deshicimos el camino entre el centro de Vladímir y la estación de tren, donde tomaríamos arrancaría nuestro último trayecto del transiberiano. La capital de Rusia nos esperaba a solo dos horas de camino, y a pesar del cansancio acumulado, estábamos de lo más ilusionados por completar los 9.288 kilómetros de viaje y descubrir Moscú, del que nos ocuparemos en la próxima entrada.


