Tras diez días de viaje en tren desde Vladivostok, la llegada a Ekaterimburgo marcó para nosotros el final del trayecto por la gran Siberia. A no muchos kilómetros al oeste nos esperaban los Montes Urales y la Rusia europea, con Moscú y su anillo dorado como últimas paradas del viaje.
Ekaterimburgo nos recibió con un tiempo bastante lluvioso y pocas horas de luz restantes. Nuestra idea era tratar de aprovechar lo poco que nos quedaba de tarde al máximo, así que decidimos tomar un taxi que nos llevase rápidamente desde la estación al hotel en el que nos íbamos a alojar. Sin embargo, las prisas y la falta de ganas de negociar la tarifa hicieron que acabáramos pagando el triple de lo que suele costar un trayecto de ese tipo.
El hotel estaba situado cerca del centro, desde donde bastaba con andar un rato para llegar a las visitas que habíamos planeado, pero lo mejor fue que quedaba justo a escasos metros del restaurante Manilov, en el que disfrutamos de nuestra mejor cena en Rusia, con un menú de degustación delicioso, música en vivo y un precio más que asequible dada la calidad de la comida y el entorno.
No obstante, después del atracón que nos metimos en el Manilov, ni mi mujer nos sentíamos con ganas de caminar, y dado que ya era un poco tarde, optamos por dedicar la noche a planear el día siguiente y tratar de descansar lo mejor posible.
Lo primero que hicimos tras despertarnos fue desayunar como campeones y salir de camino hacia la Iglesia de la Sangre en Honor de todos los Santos, un templo construido a principios de este siglo en el lugar en que se encontraba la casa Ipátiev, donde fueron ejecutados el Zar Nicolás II y su familia. Bueno, en realidad fueron 12 los fusilados, entre los que se incluían el zar y la zarina, sus cinco hijos, su médico, un criado, dos cocineros y una camarera.
Como muchos sabréis, tal suceso se produjo en 1918, en el contexto de la Revolución Rusa, casi un año después de que la familia imperial fuese hecha cautiva en la siberiana Tobolsk. En principio, el plan del Comité Central era juzgar al zar en Moscú, pero después de discutirlo con Lenin, y ante la ofensiva de los familiares del zar en Europa, los representantes del Soviet de los Urales ordenaron a agentes de la Cheka local que lo ejecutasen en la propia Ekaterimburgo.
Quienes tengáis interés por este episodio de la historia de Rusia, podéis visitar el museo que se encuentra bajo la propia iglesia, pero no olvidéis que se trata de un lugar religioso, al que las mujeres suelen entrar con la cabeza cubierta y donde las fotografías pueden no ser del todo bienvenidas.
En cualquier caso, la iglesia se encuentra a pocos minutos a pie de uno de los lugares más famosos de la ciudad, que no es otro que la presa sobre el río Iset, un lugar rodeado de arquitectura interesante, con joyas de estilos tan diferentes como la colorida casa Sevastyanov, la capilla de Santa Catalina o el propio ayuntamiento de la ciudad, coronado con la inconfundible estrella roja.
Esta parte de la avenida de Lenin abunda en espacios públicos dispuestos para todo tipo de actividades de ocio, aunque nosotros tuvimos la suerte de visitarla justo cuando se celebraba un festival en el que actuaban diversas bandas de música y baile. La entrada al recinto era gratuita y en su interior había diversos puestos de comida a los que no nos pudimos resistir. La verdad es que fue una gozada poder disfrutar de las actuaciones y del ambiente acompañados de un buen bocadillo y un un vaso de kvas, pero no sé cómo de habituales son este tipo de eventos en el centro de Ekaterinburgo.
Después de llenar la panza y refrescar el gaznate, descendimos por el parque que se abre camino a ambas orillas del río Iset, donde nos cruzamos un curioso monumento a los Beatles y el museo de arquitectura y diseño, entre otros. Pero lo realmente interesante para nosotros estaba al final del parque, desde donde asoma la gran cúpula del Circo de Ekaterimburgo.
Soy consciente de que los circos tradicionales son una atracción cada vez menos popular en Europa, debido sobre todo a las denuncias por maltrato animal, pero en muchas ciudades de Rusia los circos tienen lugar en teatros especialmente diseñados para ello, y aunque es habitual encontrarse con números en los que participan osos, cabras, monos o caballos domados, su situación no es comparable a la de sus congéneres itinerantes.
Además, aunque en la función que presentamos hubo varios números con animales, los circos más famosos del país destacan por la imaginación, la magia y el humor de las actuaciones llevadas a cabo exclusivamente por miembros de la especie Homo Sapiens Sapiens.
Tras la función, que duró unas 2 horas, mi mujer y yo emprendimos el camino de vuelta al hotel, donde habíamos dejado nuestro equipaje, aunque esta vez no pasamos por el parque, sino por la calle del 8 de Marzo, que además de conmemorar el día de la mujer, también es el día en que servidor celebra su cumpleaños.
Antes de entrar al hotel, nos quedamos a cenar en un pequeño restaurante cercano y alargamos la sobremesa lo más posible, esperando que se redujesen las horas en que nos tocaba cargar con las mochilas y maletas. Y es que, una vez más, nuestro tren salía bien pasada la medianoche, a pocos minutos para las dos, aunque la larga espera en la estación de tren se nos hizo bastante amena, gracias a los preciosos murales y relieves pintados en sus techos y paredes, y a la conversación que nos ofreció un viajero ruso jubilado.
Cuando llegó la hora de subir a los vagones descubrimos que las dos literas de abajo estaban ocupadas por una madre y su hijo, ambos profundamente dormidos. Aquella fue la primera vez en que nos tocó viajar a ambos en las literas de arriba, modalidad que puede gustar a los viajeros menos sociables, si bien resulta mucho más incómoda a la hora de cambiarse de ropa, comer o moverse por el vagón. Ahora bien, lo más normal en estos casos es que los pasajeros de las literas de abajo ofrezcan un asiento a sus camaradas de arriba, tal y como hizo nuestra compañera de viaje en más de una ocasión.
Aquel sería nuestro último viaje en vagón litera por unos cuantos días, ya que el corto trayecto entre Vladímir y Moscú lo realizaríamos sentados, y aunque el niño nos dio un poco la lata con algún que otro berrinche, nos esforzamos por disfrutar de cada paisaje como si del último se tratase.


