La noche antes de tomar el tren de Pekín a Wuhan volví a dormír como un campeón por segundo día consecutivo, gracias a lo cual me despertaría descansado y lleno de energía, condición importantísima para poder afrontar las dificultades del viaje sin dejarse dominar por los imprevistos.
Personalmente, me considero una persona bastante atenta a mis propios “procesos internos”, y de ese modo he comprobado que, al menos en mi caso, el cansancio acumulado y las horas de sueño insuficientes suelen provocarme una visión más pesimista de mi entorno. Por eso, cuando estoy “en esos días” suelo tratar de hacer cosas ligeras y entretenidas en lugar de ponerme a filosofar sobre mi lugar en el mundo e historias de esas, pues tengo bien comprobado que esa opción puede llevarle a uno a enmarañarse en una buena depresión, especialmente cuando se está tan lejos de casa.
A lo que iba, que ese día lo empecé de la leche, y además todo pintó mucho mejor de lo que pensaba hasta el momento de subir al tren.
El taxista que me llevó del hostal a la estación no me timó y condujo derecho y sin improvisar ninguna “ruta turística alternativa” por el trayecto. El ticket que me habían mandado al hostal resultó no ser falso a fin de cuentas, algo de lo que tenía un poco de miedo. Y además, conseguí abrirme paso por la estación y sus diversos controles hasta la sala de espera correspondiente sin hablar ni papa de chino.
A lo largo de este último recorrido, recuerdo que me impresionó bastante el penoso estado de algunos de los indigentes y de la gente con menos recursos que se amontonaba en las entradas a la colosal estación. Me llamaron la atención sobre todo aquellos que habían sido mutilados o padecían graves deformidades, hecho que le hace recordar a uno de inmediato que se encuentra en un país en desarrollo y sin la cobertura social a la que acostumbramos en esa fortificación al tránsito humano que es el “Primer Mundo”.
De hecho, mientras estaba esperando en la abarrotada sala de espera, se me acercó un señor de mediana edad visiblemente empobrecido, pero para sorpresa de servidor, lo que le atrajo a mí no fue la esperanza de obtener algo de limosna, sino el deseo de practicar las lecciones de inglés que estaba aprendiendo a través de un ruinoso libreto de la era de Mao Zedong.
La situación resultó todavía más sorprendente y curiosa al resto de viajeros chinos, quienes no se esperaban que un occidental blanco, de esos a los que nunca les falta el dinero, se dignara a hablar con alguien procedente de lo más bajo de su sociedad. Pero lo que de verdad sorprendía a la mayoría de ellos era que alguien de mi procedencia y clase social fuera a realizar el viaje en aquel tren, que era el de más baja categoría, y además lo hiciera montado en los asientos de tercera.
Yo hasta ese momento ni me había planteado las grandes diferencias entre viajar en diferentes clases o en diferentes tipos de tren, y tan sólo me había preocupado de la duración del trayecto, por la que esperaba llegar entre las 9 y 10 de la noche. Además, como ya expliqué al relatar mis penurias en el vuelo de Bilbao a Pekin, una vez puestas las cuatro patas sobre el suelo, ya casi ni me importaba como llegar a Wuhan, o eso era lo que yo pensaba.
Y vaya que si importaban las diferencias. Ya sólo con poner el pie dentro de mi vagón de viaje, mi prominente apéndice nasal, tan característico de mi zona de origen, detectó que allí habían hecho falta unos cuantos fregonazos buenos y desinfectante desde hacía meses por lo menos. Pero ya era demasiado tarde para ponerse escrupuloso, y además tenía que apresurarme a colocar mi equipaje en las bandejas superiores antes de que perdiera la oportunidad en medio del enorme jaleo de bolsas, maletas, y todo tipo de bártulos que se montó a medida que los pasajeros se abalanzaban dentro de los vagones.
Una vez instalados los bultos más o menos cerca de mi asiento, eché un vistazo a las personas con las que iba a compartir el largo trayecto hasta la capital de Hubei.
A mi derecha se sentaba un chico un poco regordete, con gafas, y cierto aroma familiar a granja, aunque se veía a la legua que no suponía amenaza alguna, y además resultó ser muy simpático casi desde el principio. Al otro lado de la mesilla que separaba nuestros asientos, sentados de frente al chico de las gafas y yo, había un par de chicos muy morenos que probablemente tenían un origen étnico diferente, aunque nunca lo llegué a corroborar.
El caso es que, en comparación a la actitud del muchacho de mi derecha, estos dos tenían una pinta mucho más intimidante, con largas melenas, pendientes, ropas bastante vistosas, y además habían llegado armados con una gran caja de cervezas que desplomaron en la mesilla y que no tardaron ni 5 minutos en abrir para ponerse a beber.
Pero lo peor no era su apariencia, ya de entrada muy transgresiva incluso para la juventud china, sino la cara de asesino con la que me parecía que me miraba el que se sentaba justo en frente de mí. Mi primera reacción fue de recelo y temor, pero al cabo de un rato me puse a recapacitar sobre las similitudes entre su particular “look” y el que mis amigos y yo cuando eramos unos “heavys”, y me dije a mi mismo: “tío, sólo son un par de jóvenes macarrillas, sólo que al estilo chino”.
Así pues, en lugar de tratar de esquivar sus miradas, opté por relajarme y pasar a ser yo el que los mirara, pero no de forma chula o desafiante, sino como un gesto de aprobación y curiosidad. Y resultó que tan pronto como abandoné mis prejuicios y estereotipos, comencé a fijarme en otros aspectos de su apariencia que me resultaban más familiares, como algún icono del fútbol europeo visible entre sus pertenencias, o los temas musicales occidentales que hacían sonar a través de sus teléfonos móviles.
Por supuesto, en aquel momento yo no tenía ni idea de mandarín, y apenas sabía decir hola y gracias sin que en algún momento mezclara una con otra. Sin embargo, bastó con que en un momento dado uno de los dos me preguntase de donde era para que comenzáramos una conversación, mezcla de signos, inglés macarrónico y notas escritas, que hizo que todo ese muro de recelo existente entre ambas partes se desmoronara al instante.
Media hora más tarde, los dos chavales ya nos habían invitado a una cerveza tanto a mí como al chico sentado a mi derecha, que como sabía algo de inglés, hacía las de interprete precario durante nuestras estrambóticas conversaciones. Al poco tiempo llegó la segunda lata de cerveza, que eran de medio litro, y como los dos “macarrillas” chinos vieron que mis capacidades comunicativas mejoraban a medida que bebía, el dorado líquido acabó convirtiéndose en un aderezo casi constante durante aquel periplo tan especial.
Por otra parte, el hecho de estar medio piripi hacía mucho más llevaderos determinados aspectos “mejorables” del entorno, entre los que destaco los siguientes: 1) el continuo sonido de eructos, pedos y sonoros carraspeos de los pasajeros, muchos de los cuales no dudaban en escupir directamente al suelo, así como si nada. 2) la paulatina, aunque imparable, acumulación de basura a lo largo de todo el vagón, especialmente durante las comidas, tras las cuales todo el suelo se llenaba de desechos de todo tipo que los asistentes del tren recogían en grandes bolsas. 3) la suciedad de los lavabos, en los que, a partir de la mitad del trayecto, uno contaba con un 80% de probabilidades de encontrarse “souvenirs” de pasajeros previos, mientras que al final del viaje había que hacer frente, sí o sí, a la visión de auténticas montañas de detritus atascadas en la letrina, que por cierto, libraba directamente a las vías del tren.
En cualquier caso, y volviendo al tema de los dos chavales de estilo “transgresor”, que resultaron ser de Cantón, sólo tengo que decir que se portaron de maravilla conmigo durante todo el viaje, invitándome no sólo a más cervezas de las que recuerdo, sino también a las famosas patas de pollo picantes en conserva, sin que me dejaran en ningún momento invitarlos a ellos a nada.
Sin embargo, el problema de acabar haciendo buenas migas en este tipo de viajes está en que sabes que, muy probablemente, nunca volverás a ver a esas personas, o al menos no lo harás en un buen tramo de tiempo. La verdad es que da un poco rabia ser consciente de ello, pero de todos modos, entre la opción de hacer el viaje aislado de los demás o recorrerlo haciendo este tipo de “amigos de tren”, me quedo con la segunda opción.
Sé que puede sonar sensiblero y pedante, pero me parece que ese tipo de experiencia de la “amistad fugaz” nos ayuda recordar que somos seres finitos en este mundo y que tenemos que atesorar cada momento de nuestra existencia y de nuestras experiencias con aquellos que nos acompañan o se cruzan en nuestro camino.
No obstante, al término de aquel viaje de más de 10 horas, cuando al fin llegamos a Wuhan y vi que a mis otros tres compañeros de viaje les quedaban otras tantas hasta llegar a casa, me entró una extraña sensación mezcla de pena y culpabilidad. Porque, a fin de cuentas, yo estaba en ese tren sólo “de visita”, o quizás por descuido, y podía haberme permitido viajar en clases superiores sin problemas, mientras que ellos estaban allí porque no les quedaba otra puñetera opción, y para colmo, ni me habían dejado invitarles a una cerveza, que tenían un precio ridículo para alguien que cobraba un salario europeo.
Pero basta ya de desvaríos, y volvamos al relato de la llegada a Wuhan, que todavía quedaban muchas vueltas que dar hasta encontrar un lugar en el que caerme muerto. De hecho, ahora que lo veo en retrospectiva, tengo que admitir que organicé fatal el tema del alojamiento para ese día, porque simplemente esperé que al llegar a la Universidad de Wuhan me metiera en alguno de los muchos hoteles cercanos al campus.
Además, sólo contaba con el mapa que me mando la Universidad de Wuhan para poder dar indicaciones al conductor, quien debió de deducir que lo más acertado era enviarme directamente a la residencia de estudiantes extranjeros. Y como apenas teníamos forma verbal de comunicarnos, y todavía me sentía un tanto “despreocupado” por las dosis cerveceras del tren, decidí dejar el asunto en sus manos y que pasara lo que tuviera que pasar.
Recuerdo que durante el viaje en taxi miré con asombro a los alrededores de la ciudad y trataba de imaginarme cómo luciría de día. Una de las cosas que más me sorprendió era la el gran contraste entre la debilidad de las farolas a lo largo de las calles y la cantidad de luz que irradiaban los llamativos letreros de los pequeños y grandes negocios erigidos a ambos lados de la calzada.
Quizás fue por ello que me no advertí el momento de entrada en el recinto universitario, pues a diferencia de la infinidad de tiendas, restaurantes, bancos y karaokes dispuestos a su alrededor, el Campus permanecía como oculto en una oscuridad y calma casi tenebrosas.
El taxista, que, por cierto, conducía como el mismísimo diablo, se adentró zumbando por un área que al principio parecía un parque, luego un bosque, y al final una verdadera selva tropical de esas en las que se oyen todo tipo de alimañas nocturnas en plena acción. En los alrededores no se veía nada más que algunos edificios cochambrosos por aquí y por allá, y apenas un alma a la que preguntar como llegar a nuestro “destino”.
El conductor paró en un par de ocasiones en que nos cruzamos con algún estudiante local, pero ninguno parecía muy seguro de las indicaciones que nos ofrecían. Finalmente, ya cerca de donde se suponía estaba la dichosa residencia, avisté un par de personas de origen africano, y me apresuré a pedirle al conductor que me dejara allí, porque tenía el presentimiento de que ellos podrían ayudarme mejor que nadie en aquellos alrededores.
Afortunadamente, los dos chicos africanos hablaban inglés y además parecían muy dispuestos a echarme una mano, así que pagué al taxista y los seguí por una calle rodeada de edificios en un estado pésimo y con basura por todas partes. Conste que mi intención no es, ni mucho menos, la de hacer apología del alcoholismo, pero tengo que admitir que si no fuera por las cervezas bebidas en el tren, en aquel momento habría echado a huir lloriqueando y acordándome de mi mamá.
Tras cruzar una especie de edificio de oficinas que hacía las de portal de la residencia, entramos por fin al recinto donde se encontraban las residencias de estudiantes provenientes de países menos desarrollados, o los estudiantes engañados como yo, ya que, como veremos más adelante, los procedentes de países ricos y con buenos convenios de intercambio vivían fuera del “ghetto”.
Pero a pesar de estar más o menos satisfecho por haber logrado llegar a la residencia, todavía quedaba por solucionar el problema de que no tenía asignada ninguna habitación para aquella noche, algo que no iba a ser fácil de arreglar pasadas ya las once de la noche.
Mientras Claudio, uno de los chicos que me ayudó a llegar, hablaba por teléfono con uno de los encargados de la oficina de estudiantes extranjeros, me quedé a esperar en la paupérrima terraza de una pequeña tienda desastrosa que había dentro del recinto, rodeado de otros estudiantes africanos y alguno de origen eslavo que me miraban como preguntándose “¿de dónde leches a venido este atontado?”.
Por fin, tras cerca de media hora de espera, y tras despertar al conserje y pedirle que nos informara sobre las habitaciones libres, Claudio y otro amigo suyo me acompañaron hasta el quinto piso de uno de los edificios, cuyas escaleras lucían un aspecto realmente desastroso, con una gran suciedad acumulada y unas puertas de madera podrida que daban asco-pena.
Al rato de golpear la puerta varias veces, nos recibió un joven francés, flaco, alto y en calzoncillos. Desde el principio me chocó su gesto de indiferencia extrema ante la situación, como si hubiera alcanzado una especie de nirvana espiritual a base de experimentar eso que denominamos como “la China profunda” o “la China real”. Por suerte para mí, Franz, que era como se llamaba el chico de los calzoncillos, aceptó con la misma indiferencia la idea de que me quedara allí por una noche, y tras despedirnos de Claudio y su amigo procedió a presentarme brevemente su hogar y la habitación en la que dormiría.
La escena fue una de las que más gracia me hace recordar de aquel primer periodo, y creo que podría resumir en el siguiente diálogo que mantuve con Franz el parisino:
-Bien… Javier, ¿verdad?
-Sí.
-Yo soy Franz, vivo en esa habitación. En esa otra vive Chris, pero ahora está dormido.
-Ah, vale.
-Te enseñaré la casa, pero bueno, ya ves que es un cuchitril. Ahí está la cocina, la cual, como puedes apreciar, no tiene ni un miserable fuego, pero da igual, porque esto es China.
-Oh, ya veo. (Mientras alucinaba de lo mierdosa que la “cocina” era de hecho).
-Esto que está vacío aquí en medio y con el suelo de azulejo hecho un cristo es el salón, que esperamos hacer más habitable a medida que podamos, si es que nos dan la beca que hemos solicitado.
-Oh, muy bien. (Mientras calculaba lo mucho-muchísimo que les costaría hacerlo habitable).
-Este es el baño. Ya ves que es un desastre total. Como la ducha no está separada del resto, cuando te des un remojo dejarás todo el cuarto empapado, pero tranquilo, normalmente el desagüe funciona y el agua corre por ese agujero. Éste es el retrete, funciona bastante bien, pero no te apoyes en el lavabo cuando te laves los dientes o te afeites, porque está que pende de un hilo y se puede ir a hacer hostias a la mínima. Esto es China, ya sabes.
-Vale, vale, ya veo, je, je, je. (Mientras trataba de disimular el rechazo visceral que me generaba su casa).
– Y esta es tu habitación. Lo siento, habríamos limpiado un poco si supiéramos que venías, pero nosotros también llegamos hace poco y todavía no nos ha dado tiempo a limpiar el resto de la casa. Cuando llegamos estaba todo hecho una mierda, tuvimos que frotar todo a fondo durante varias sesiones.
-No te preocupes, no pasa nada. Puedes ir a tu cuarto a seguir durmiendo, ya me las arreglo por mi cuenta desde ahora. (Cuando que en realidad lo que quería decir era “vete por favor, que quiero echarme a llorar como un bebé tumbado en ese colchón sucio que hay tirado en el suelo”).
Y con ese estado de cosas es como me preparé para ir a “dormir” aquella noche, a lo largo de la cual tuve que hacer varios ejercicios de respiración para relajarme y evitar me entrara un ataque de angustia de esos que me atacaban de pequeño cuando me separaba más de lo habitual de mis conocidos.
Recuerdo que antes de echarme a dormir con la ropa puesta, dada la ausencia de sábanas o mantas, me asomé un momento por la ventana del cuarto para tomar un poco de aire fresco. Sin embargo, aquello tuvo justo el efecto contrario al esperado, no sólo por lo inquietante del bullicio de insectos, pájaros y de demás bichos que pululaban en la oscuridad, sino principalmente por la perturbadora visión de los desechos que decoraban la repisa, donde diferencié desde ropa interior y envases de preservativos, hasta restos orgánicos y botellas de refrescos, todo ello combinado en una especie de collage de pesadilla.
Confieso que en aquel momento lúgubre, me sentí algo preocupado por la posibilidad de que no pudiera adaptarme al entorno, e incluso pensé que quizás sería mejor moverse a otra universidad con mejores infraestructuras, aunque eso implicara trasladarme a otra ciudad. Pero por otra parte, mi instinto me decía que Wuhan era la ciudad perfecta para investigar los procesos de desarrollo que viene atravesando el país desde sus movimientos de apertura iniciados en los 80.
No obstante, ¿qué sabía yo en realidad de Wuhan? Lo poco que había leído sobre la ciudad provenía de unas cuantas páginas de información general halladas en la red de redes, en las que a menudo era mencionada como “la capital de la China Central”.
Al parecer esta ciudad estaba atrayendo una inmensa cantidad de inversión, debido sobre todo a su posición estratégica, ya que históricamente constituyó un puerto fluvial de gran importancia en el acceso al interior del país.
Además, pese a que los chinos en general guardan ciertos estereotípos no muy positivos de Wuhan y de la provincia de Hubei, esta ciudad ostenta un simbolismo muy potente dentro de la historia moderna del país, ya que fue la ciudad en la que comenzó la rebelión que acabó con el Imperio.
Dentro de la mezcolanza previa de ideas que me había hecho sobre la ciudad destacaban, por ejemplo, la alta presencia de empresas francesas en el panorama económico, especialmente en el sector automovilístico, las idílicas imágenes del gran “Lago del este” y de la “Torre de la grulla dorada”, o las advertencias sobre el calor extremo de sus veranos.
Pero lo muy cierto es que en aquel momento, echado sobre el colchón mugriento y dentro de aquella habitación ruinosa, todos aquellos conceptos que me había formado sobre lo que pensaba que sería Wuhan no valían una mierda. Porque como bien me advirtió mi director de tesis, “hay realidades que pueden superar nuestra capacidad comprensiva”, y en esos momentos es más recomendable dejarse de teorías sociológicas y leches y tratar simplemente de entender y adaptarse a esas “novedades” desde una mirada básica, casi instintiva y lo más flexible posible.
Por supuesto, esto queda muy bonito escrito así, a toro pasado, y no niego que en aquellos momentos esta perspectiva era más bien una intuición borrosa para mí, pero lo cierto es que, como iremos comprobando más adelante, lo dicho en esas últimas líneas resume una de las lecciones más importantes que llegué a aprender de la cultura y la sociedad de China.


