Al hablar de la cultura china, es muy habitual referirse al Río Amarillo y al Río Yangtsé como principales “cunas” de la milenaria civilización de los han, aunque muchos apuntan directamente a las modernizadas costas del Sur y el Sureste, franjas más permeables que las potencias occidentales aprovecharon para adentrarse en los dominios de los Qing (1636-1912).
Sin embargo, basta seguir las pistas de aquella última y decisiva dinastía para descubrir que su origen se halla muy lejos de esas regiones, nada menos que en el frío Noreste, una tierra surcada por el mítico “Río del dragón negro” (黑龙江), arropada por densos bosques, coronada por majestuosos lagos volcánicos, y habitada por diversos pueblos nómadas y sedentarios de ascendencia tungús, entre los que destacaron los aguerridos manchúes.
Dentro del nada aburrido recorrido histórico de los manchúes, consta la hazaña de ser uno de los dos únicos “pueblos extranjeros” capaces de conquistar el Imperio Chino, y extender sus fronteras hasta límites solo superados por Hu Bilie, nieto de Genghis Khan y fundador de la dinastía Yuan (1271-1368).
Buena parte del éxito de su conquista se debió al mítico sistema de “Ocho banderas” (originalmente cuatro), un modelo de organización militar y productiva desarrollado a partir de los clanes que acompañaban al caudillo Nurhaci (1559-1626) en sus batidas de caza, y bajo el que se unificaron las principales tribus manchúes en su ataque contra los Ming.
Pero aunque la vida y milagros de Nurhaci ocupan un espacio muy pequeño en los libros de historia de la China actual, lo cierto es que la suya es una historia digna de leyenda épica.
Cuando tenía 25 años, tribus colindantes de la ciudad administrada por su abuelo fueron atacadas por Li Chengliang, un general enviado por el Imperio Chino para pacificar las frecuentes revueltas y conflictos entre los propios manchúes y otras tribus o reinos de signo mongol y coreano. No obstante, aunque el linaje del joven Nurhaci estaba enlazado al del general Li Chengliang, cuando su padre y su abuelo acudieron a mediar entre las tropas manchúes y las han, ambos terminaron asesinados a manos de soldados de Li Chengliang.
Según especulan los historiadores chinos, ante semejante metedura de pata, Li Chengliang bien pudo haber optado por acabar con Nurhaci y evitar así una más que probable venganza en el futuro. Sin embargo, de acuerdo con los relatos populares, la mujer del general, impresionada por la extraordinaria apariencia del joven manchú, convenció a su marido de dejarlo con vida, opción que resultó de lo más acertada una vez que Nurhaci fue compensado por el Imperio y nombrado general de los dominios manchúes bajo el mando de Li Chengliang.
A partir de ese momento, el paciente Nurhaci emplearía nada menos que 24 años en unificar las indómitas tribus manchúes, periodo en el que siguió rindiendo lucrativos tributos a Li Chengliang y a los Ming. Pero una vez fallecido el longevo Li Chengliang, destacado nexo entre el Imperio Chino y los dominios manchúes, Nurhaci aprovechó la ocasión para crear su propio reino y vengar la muerte de su padre y de su abuelo mediante varias campañas de ataque contra los Ming.
No obstante, el legendario monarca del Noreste no llegó a ver sus aspiraciones cumplidas, pues murió víctima de la enfermedad 8 años después del inicio de la conquista, y fue su octavo hijo quien se encargó de fundar la tan admirada como denostada dinastía Qing. Y es que, al igual que ocurre en otras muchas historias marcadas por los reveses identitarios, la de los Qing, los manchúes, y el propio Noreste, es una historia plagada de paradojas de todo tipo y ámbito que la hacen todavía más fascinante.
Dentro del propio ámbito cultural, aunque los manchúes extendieron toda una serie de costumbres y elementos que van mucho más allá de la célebre trenza para los varones (obligatoria durante su reinado), no cabe duda de que el mantenimiento de su hegemonía implicó asimilar buena parte de la herencia de los han, quienes todavía se jactan de haber ganado la batalla cultural entre ambos pueblos.
En el plano político, observamos que el linaje imperial de los Aisin Gioro cuenta con algunos de los monarcas más queridos y odiados de toda la historia de China, con figuras como Kang Xi (en la foto de portada), Yong Zheng y Qian Long (abuelo, padre, y nieto) en el lado de los admirados, y con la emperatriz Cixi (abajo), su nieto Puyi (el conocido como último emperador) o la espía manchu-japonesa Kawashima Yoshiko, en el lado de los repudiados.
Respecto del aspecto étnico, ocurre otro tanto de lo mismo. Pues aunque los manchúes se mantienen como la cuarta minoría más numerosa del país (0,77% de la población total), tras la caída de la Dinastía Qing, y la “traición” de su último emperador, convertido en títere de la Manchuria pro-japonesa, hubo muchos que se hicieron pasar por han ante el temor a ser discriminados, mientras que, en la actualidad, sus sucesores están tratando de oficializar su etnicidad original con tal de acceder a ciertas ventajas que les ofrece el gobierno.
Incluso en lo lingüístico, aparte de que los manchúes cuentan con un idioma y escritura propios de origen tungús (elevado a lengua oficial en su Imperio), resulta que el dialecto del mandarín establecido en 1955 como estándar para toda la República Popular fue justamente el desarrollado a través de la fusión de los hablares de la sociedad manchu-pekinesa. Por eso, no es de extrañar que, más allá de la recurrida capital, sea justamente en las provincias del Noreste donde se habla un mandarín más similar al estándar que se imparte en las escuelas chinas y en los cursos para no nativos.
Y también en lo religioso, a pesar de que el chamanismo ha supuesto uno de los sellos identitarios más importantes de esta etnicidad, lo cierto es que, debido a su interés de dominar territorios mongoles y tibetanos, varios de sus emperadores optaron por promover el budismo tibetano y apoyar a los lamas tibetanos en su persecución de formas de culto entre las que se incluía el propio chamanismo. Además, curiosamente, fue justo bajo la hegemonía de los manchúes, concretamente en el año 1653, cuando la figura del Dalai Lama fue promovida como cargo político más elevado de Tibet.
Sin embargo, hace ya más de un siglo que se desinflaron las ansias de conquista de aquellos aguerridos manchúes, a quienes los chinos imaginan constreñidos por un clima de gélidos inviernos, y un medio ambiente solo apto para pastores nómadas y cazadores. Y aunque en la actualidad buena parte de sus costumbres y rasgos identitarios se han diluido en las formas homogeneizantes del desarrollo económico, su legado todavía sigue muy presente en buena parte del modesto y desapercibido Noreste.



Chamanismo “ha” supuesto. Por favor no destierres por un “h” un buen trabajo y mejor blog
Gracias por el aviso, David. Es una errata que se me suele colar porque mi corrector no la detecta. Tendré que buscarme otro mejor.