Aunque la llegada a Moscú supuso para nosotros el fin del transiberiano, todavía nos quedaban varios días de tren para llegar hasta Irún, nuestra etapa final en este viaje que arrancó en Changchun.
Como mencioné en la etapa de Chitá, nuestro plan era tomar un tren que nos llevase desde Moscú hasta Berlín, y ya contábamos con dos billetes para un trayecto que cruzaba Bielorrusia, pero nos faltaban los visados de tránsito necesarios para atravesar este país legalmente.
Antes de empezar el viaje nos habíamos plateado hacer otro viaje a Pekín para solicitar el visado de tránsito en la embajada bielorrusa, pero más tarde nos informaron de que era posible hacer el trámite en la embajada de Moscú (abajo), y nos decantamos por esta última opción. Craso error.
De hecho, esta decisión estuvo a punto de costarnos el resto del viaje, ya que la embajada abría media hora antes de lo indicado para repartir tickets al reducido cupo de personas que atienden cada día. Así pues, aunque aquel martes mi mi mujer y yo nos presentamos puntuales a la hora de apertura, ya era demasiado tarde para nosotros, ya que nuestro tren salía el jueves, y el centro de visados cierra los miércoles.
Como podéis imaginar, el momento en que el guarda de seguridad nos negó la posibilidad hacer el tramité fue demoledor. Después de tantos días de viaje, yo no me podía creer que tuviésemos que cancelar y reorganizar los últimos tramos del viaje, con los dolores de cabeza y gastos extra que todo ello implica. Tampoco podía entender cómo no nos habían informado sobre el horario especial para solicitud de visados, pero nadie me ofreció una explicación cuando les mostramos el propio email que redactó alguno de los funcionarios de la propia embajada.
A mí me entraron muchas ganas de indignarme y montar un número, pero después de años viviendo en China, ya estaba bien escarmentado con este tipo de procesos burocráticos, y opté por lo que yo llamo la “vía mandarina”, que consiste en hacer uso del respeto y la paciencia hasta que el funcionario de turno se apiade de nuestra desesperada situación.
Durante la primera media hora de espera nos ayudó una chica bielorrusa de lo más agradable, quien medió entre nosotros y uno de los agentes de policía para que nos permitiesen seguir dentro de la embajada. La siguiente hora la pasamos tratando de camelarnos al propio agente, que hablaba algo de inglés y sentía curiosidad por España. Más tarde vi salir a uno de los oficiales de la embajada y corrí a explicarle nuestro caso, a lo que respondió que “a lo mejor” podían atendernos tras la hora de cierre, pero que todo dependía de una señora que nos había estado lanzando miradas poco cariñosas desde la ventanilla de su despacho. Después de hora y media más, y tras rezar a Cristo, Buda, Confucio y Lenin, una de las funcionarias nos indicó que podíamos dejar nuestros papeles, y que podríamos recoger los visados a las 4 de la tarde.
Sé que puede sonar un poco exagerado, pero probablemente aquel fue el momento más grandioso de todo nuestro viaje, y nos sentimos como auténticos campeones al saber que podíamos continuar según lo planeado.
Ahora bien, si se os ocurre cruzar Bielorrusia en tren, os recomiendo encarecidamente que os encarguéis de los visados de tránsito antes de arrancar el viaje, y que no hagáis ni caso a los que os digan que se puede ir sin visado y que no hay controles, porque sí los hay y la broma os puede costar una buena multa e incluso la cárcel.
En cuanto a nosotros, una vez completada la solicitud, aprovechamos las pocas horas que nos quedaron aquel día para pasear por el centro de Moscú, ciudad que nos causó una muy grata sensación. Antes de llegar a la capital de Rusia habíamos investigado un poco en Internet y encontramos bastantes referencias de turistas occidentales a la inseguridad y la carestía de la ciudad, pero la verdad es que mi mujer y yo nos sentimos muy tranquilos durante los dos días que pasamos allí, y nos gastamos bastante menos dinero en comer y dormir de lo que invertimos en Berlín y París.
Durante el primer día apenas pudimos dar una vuelta por los alrededores de la Plaza Roja, pero el día siguiente aprovechamos para visitar el interior del kremlin, la Catedral de Cristo el Salvador (arriba), el edificio del Ministerio de Asuntos Exteriores y la Universidad Estatal de Moscú, dos de los más impresionantes representantes de la arquitectura estalinista.
Además, terminamos la jornada con una función de circo inolvidable en el Gran Circo de Moscú (abajo), que se encuentra muy cerca de la universidad y, como decía Hemingway, ofrece una de las mejores experiencias que se pueden comprar con dinero.
Para nosotros aquella fue nuestra segunda función de circo, pero tengo que reconocer que la que vimos en Moscú fue mucho mejor que la de Ekaterimburgo. Para empezar, la función de Moscú contaba con un hilo narrativo que unía las diferentes actuaciones en una historieta cómica a la par que conmovedora. En segundo lugar, la calidad de los medios y recursos utilizados en cada número era notablemente superior, sobre todo en el aspecto de la iluminación y el audio. Pero lo realmente sobresaliente para mí fueron las propias actuaciones, sobre todo las ejecutadas por los valerosos acróbatas y jinetes, quienes nos hicieron contener la respiración en más de una ocasión.
Sin duda alguna, aquella segunda jornada en Moscú compensó las penurias pasadas el día anterior, aunque yo infravaloré el fresco que puede llegar a hacer en Rusia incluso aunque se trate del verano, y al llegar al hostal sentí que me había pillado un buen resfriado.
El día siguiente nos levantamos temprano para dar una vuelta por las estaciones de metro más famosas de la ciudad, donde uno no puede sino enorgullecerse de ser un usuario del transporte público. De hecho, al metro de Moscú también se le conoce como el “palacio subterráneo”, y no es para menos, porque algunas de sus paradas, especialmente la de la línea 5, son todo un monumento a las glorias de la revolución soviética.
Después de comer nos dirigimos a la estación de ferrocarril, donde tomaríamos el tren con destino a París, aunque nosotros pararíamos en Berlín. Y aunque a lo largo del transiberiano viajamos siempre en condiciones más que aceptables, tengo que decir que este tren es una auténtica pasada en cuanto a diseño y prestaciones. Sin embargo, lo que realmente marcó la diferencia para mí fue la presencia de duchas en cada vagón, servicio que eleva el confort a niveles superiores y sin el cual te puedes ver obligado a realizar malabares higiénicos en los baños.
Es posible que este tren sea una forma para Rusia de sacar pecho frente a Europa, pero si comparamos su relación calidad-precio con la de los trenes de Alemania y Francia, el resultado es una goleada bastante bochornosa a favor de los servicios de la empresa estatal rusa. Es más, de no ser porque queríamos visitar Berlín, nos hubiese salido bastante más cómodo y barato continuar hasta la capital francesa a bordo del tren ruso.
No en vano, como ya indiqué en otra ocasión, el trayecto entre Berlín y París fue el más caro de los que recorrimos desde Vladivostok hasta Irún, y ni siquiera se trató de un viaje directo, sino que tuvimos que hacer un transbordo en Mannheim.
En cuanto al propio trayecto Moscú-Berlín, transcurrió sin ningún problema, aunque hacia las 5 de la madrugada fuimos despertados por los agentes de aduana bielorrusos, quienes inspeccionaron cuidadosamente nuestros pasaportes para asegurarse de que contábamos con el visado de tránsito. El proceso de inspección fue algo molesto, aunque después tuvimos la oportunidad de ver cómo cambiaban las ruedas a los vagones del tren para adaptarlo a las vías europeas (arriba).
Tan pronto pasamos a territorio polaco volvimos a recibir la visita de más agentes policiales, quienes volvieron a comprobar nuestros visados, aunque ya nos habíamos asegurados de que mi mujer tuviese todos sus documentos en regla para entrar a la Unión Europea.
Acerca de la visita a Berlín, lo cierto es que mereció bastante la pena, sobre todo para mi mujer, quien no conocía la ciudad, aunque a mí también me resultó interesante llegar a ella desde Oriente y contemplarla como esa gran urbe en la que todavía perdura la influencia de la gigante Rusia, aunque sea en forma de arquitectura soviética.
Pero lo que más nos agradó de la capital alemana es su exuberante diversidad de gentes, culturas y formas de expresión, aspecto en el que Berlín supera a cualquiera de las ciudades rusas y chinas que habíamos visitado.
Tras un día y medio de visita, partimos de camino a París, a la que llegamos en poco más de 8 horas. Desgraciadamente, la ciudad de la luz nos recibió con un aviso de bomba en una de las líneas de metro que debíamos tomar, y mi mujer tuvo la mala suerte de visitar la ciudad bajo una especie de estado de emergencia bastante inquietante, aunque finalmente no tuvimos ningún problema para dar una vuelta por sus lugares más emblemáticos.
Después de 22 días de viaje cruzando Eurasia, solo nos faltaba un último trayecto en tren litera hasta Irún, pero resultó que todo lo que podía haber salido mal durante las etapas previas se nos concentró en los últimos kilómetros de llegada.
Para empezar, el tren en el que viajábamos sufrió ciertos problemas técnicos a la altura de Dax, y tuvimos que esperar cerca de una hora hasta que nos hicieron subir a otro. Además, el segundo tren no nos llevó hasta Irún sino a Hendaya, donde optamos por el Euskotren como medio para entrar a Gipuzkoa. Pero todavía hubo más, ya que cuando estábamos a la espera del tren, nos indicaron que un camión había invadido la vía a la altura de la frontera, y no nos quedó otro remedio que andar hasta la siguiente parada.
Finalmente, tras toda una mañana de imprevistos y más de tres semanas de viaje de novios/mudanza, conquistamos la parada de Euskotren del Paseo Colón en Irún, y desde allí caminamos hasta la estación de tren, donde nos esperaba mi familia. Los últimos 20 kilómetros hasta Bera los realizamos en coche, ya que hace 60 años que dejó de correr el Tren Txikito del Bidasoa, un medio de transporte cuyo centenario se celebra este 2016 y a cuya memoria dedico este diario de viaje que concluye ahora.



Hola,
Me ha encantado leer el relato… una pena que no hicieseis parada en Minsk, ya que esperaba fotos, pero sobre todo un relato de vuestra experiencia en la capital bielorrusa. Ya que la burocracia alli tambien es cuanto menos peculiar.
No es que no lo conozca, de hecho mi mujer es de alli y he estado innumerables veces, tanto en Minsk como en otras zonas del pais. Pero me hubiese gustado tener la vision y perspectiva de otro Europeo que viaja alli y cual es su opinion.
Si algun dia tienes la oportunidad, te recomiendo que pases algun dia en Minsk 🙂
La ultima vez que fui, el aeropuerto estaba tomado literalmente por policia, militares y agentes del KGB debido a la llegada o presencia de un mandatario chino importante. Aunque generalmente el balance de policias en el aeropuerto ya es bastante visible, pero esta vez se llevo la palma.
Existen trenes que en pocas horaa hacen el trayecto Vilnius-Minsk.
Un saludo y de nuevo gracias por publicar y compartir tus experiencias!
B
¡Muchas gracias Borja!
Si te digo la verdad, mi intención original era hacer una parada en Minsk, pero hubo dos razones que nos convencieron de dejarlo para otra ocasión. La primera, el presupuesto, que ya iba muy ajustado para cuando salíamos de Rusia. La segunda razón es que mi mejor amigo en China también está casado con una chica bielorrusa, y se iban a mudar al país un mes después de que pasásemos nosotros por allí, así que decidimos dejarlo para otra vez. Ahora bien, tarde o temprano va a caer una visita a Minsk, y espero poder contarlo en el blog, aunque sea en referencia a la conexión sino-bielorrusa.
Gracias de nuevo y mi mejor saludo,
Javi