Pese a haber pasado buena parte de la noche pensando en dónde demonios había llegado a parar, aquel 8 de septiembre de 2011 me levanté decidido a dejarme de angustias y centrarme en el objetivo de completar los procesos de registro y de acomodación de la universidad.
Cierto es que los parisinos Chris y Franz me ofrecieron quedarme a compartir su piso, por el que pagaban unos 800 yuanes al mes (alrededor de 90 euros), pero al verme ya con 28 años, y tras haber vivido unos cuantos años más o menos por mi cuenta, prefería hacerme con una habitación individual y disfrutar de algo más de privacidad por 300 yuanes más al mes.
Además, me daba un poco de miedo que el hecho de vivir con otros extranjeros dificultara la practica del mandarín, y lo cierto es que si no fuera por las complicaciones que ello implicaba a la hora de conseguir el permiso de residencia, hubiera tratado de alquilar desde el principio un piso fuera de la universidad para poder tener vecinos chinos.
Y es que, en la mayoría de las universidades del país, sino en la práctica totalidad de ellas, los estudiantes chinos y los extranjeros viven en residencias o recintos claramente separados, hecho que dificulta bastante la convivencia y que, al menos en el caso de la Universidad de Wuhan, contribuye a crear auténticos “ghettos” en los que no cuesta detectar casos de segregación racial.
Franz y Chris ya me habían advertido de que tuviera cuidado con el proceso de asignación de habitaciones, ya que por lo general se exigía a los estudiantes un solo pago por adelantado, y la señora de la oficina, que no hablaba nada de inglés, requería sistematicamente el pago de todo un año de alquiler, aunque en principio era posible pagar por 3 o 6 meses de estancia.
No voy a negar que no me dio un poco de pena dejar a la pareja de parisinos, a quienes, efectivamente, la administración engañó para que pagasen todo un año de alquiler en aquel cuchitril, y más me lamenté todavía al saber que en la habitación libre les acabó entrando un somalí que les ponía insufribles temas de reguetón a todo volumen cada noche.
Sin embargo, en aquel momento yo estaba bastante seguro de que quería tener una habitación individual con mi propio baño, y con esa idea me presenté a la dichosa “oficina de estudiantes extranjeros”, esa sede que tantos momentos de gozo y éxtasis burocrático me ofreció, y a la que nunca en mi vida olvidaré.
Recuerdo que me presenté allí con todo lo que llevaba, equipaje, mochila y toda la pesca. Ya me había leído los procedimientos con antelación y llevaba todos los papeles necesarios para inscribirme, así que en principio no tenía nada que temer.
Al llegar al edificio en cuestión, me encontré con un montón de estudiantes de todo tipo de nacionalidades haciendo cola y resoplando por lo que parecía una combinación de estrés e impotencia.
Allí ya me entró un pequeño escalofrío e intuí que la cosa no iba a ser tan fácil como me imaginaba.
El primer paso del proceso de registro consistía en “informarse” en recepción, donde nos atendía una de las pocas personas de todo el edificio capaz de hablar inglés. Daphne, que es como se hacía llamar la recepcionista principal, lucía un sonrisa inamovible que se volvía tanto más siniestra cuantas más trabas y negativas tajantes presentaba a nuestras ingenuas expectativas sobre el proceso.
Todavía recuerdo con especial nitidez, y algún que otro reflujo gástrico, el momento en el que me denegó la posibilidad de pagar el curso a través de mi tarjeta de crédito y me recomendó no realizarlo a través de una transferencia, “porque el dinero podría perderse”.
Esa fue su peculiar forma de invitarme a que pagara en metálico sí o sí, pese a que en la hoja informativa que me mandaron a casa exponían claramente la posibilidad de hacerlo por otras vías. Aunque ahora que recuerdo, también aconsejaban no preocuparse por el pago hasta llegar a destino.
La jugada perfecta, vamos. Un gol por toda la escuadra al estudiante que llega por su cuenta y riesgo. Bravo, Universidad de Wuhan.
Ahora imaginaos que tenéis que pagar 16.500 yuanes, el equivalente a más de 2000 euros por la fecha, en billetes de 100 yuanes, y que tenéis que sacarlos a base de tarjeta de crédito, con una comisión de unos 100 yuanes por cada 2500 que extrajera de mi cuenta en España.
No, queridos amigos, esa idea no me hizo ni pizca de gracia, así que insistí en la posibilidad de la transferencia, que a fin de cuentas, siempre cuenta con ciertas garantías internacionales. Y además, ¡qué leches!, no me salía del níspero entregarles tanto dinero en metálico para que luego ellos se la metieran doblada a hacienda, que para eso son un país socialista, o eso se supone.
Tras comprobar que yo era un espécimen equino-silvestre de pura cepa, y que no le tenía miedo a mula chino-burrocrática alguna, Daphne acabó por entregarme, igual de sonriente, una hoja con la dirección bancaria a la que debía enviar el dinero.
Pero, desafortunadamente, el burro, asno, o equus africanus asinus, no se ha hecho célebre en la imaginación colectiva por su comprobada inteligencia y justa tozudez, sino por lo realmente estúpidos que pueden parecer sus actos de rebeldía a ojos de su amo. Y eso es exactamente lo que le ocurrió a este silvestre ejemplar, el cual confundió la dirección bancaria en la que depositar el porte del curso con la que me propiciaron en Navarra para realizar el pago de la pre-matrícula.
La gracia en cuestión me costó cerca de diez días de retraso en el proceso de registro, pues aunque la empresa que gestionaba las pre-matriculas podía haber transferido directamente el dinero a la cuenta de la Universidad de Wuhan, finalmente tuve que esperar a que lo extrajeran en metálico y me lo dieran en mano.
Hasta que la empresa asociada a la universidad notificó haber recibido el importe de mi banco pasó toda una semana en la que, cada vez que acudí a preguntar sobre el paradero de mi dinero, Daphne me recibió con su sonrisa llena de ponzoña vengativa. Y, por supuesto, al final la Universidad de Wuhan se salió con la suya y me obligó a realizar el pago en metálico.
En cuanto al proceso de registro en sí, constaba de unos cinco pasos en cuatro oficinas diferentes, la mayoría de ellas sin personal capaz de inglés, a quienes no les importaba nada interrumpir su actividad y tenernos a la espera para ponerse a chatear por internet o para juguetear con su nuevo móvil/cámara de fotos. Una verdadera delicia de experiencia, pero es lo que ocurre cuando los funcionarios no son conscientes de su deber de servir a los contribuyentes, hecho de lo más corriente en la china de nuestros días.
Aunque en mi caso tardaría casi dos semanas en completar el proceso, al menos aquel primer día me las arreglé para que me “fiaran” una habitación individual hasta que se arreglara el tema de la transferencia bancaria, pero estaba claro que no me iban a dejar la “suite presidencial”.
Lo cierto es que la sonrisa maliciosa que mantuvo el conserje mientras me llevaba a mi futura habitación ya indicaba que aquello se trataba más bien de una broma, pero para inocente el aquí presente.
El recorrido por el pasillo de la planta baja, que los chinos consideran como primera planta, lo realicé sin apenas percatarme de las muchas pistas que estaba recibiendo acerca de la calidad de mi futura vivienda. Pero con lo hecho polvo que estaba y las coces burrocráticas que me habían propinado a modo de bienvenida, me conformaba con tener una cama decente en la que descansar.
Nada más abrir la puerta de madera, una fuerte peste a moho y humedad invadió mis portentosas fosas nasales, y sentí que dentro de mi cerebro reptiliano se encendían las alarmas de insalubridad y riesgo para la supervivencia, pero en cuanto vi esa cama robusta de hierro que se elevaba del suelo, con su repisa y su colchón bien gordo, todas las demás pegas me parecieron insignificantes.
Ni siquiera me inmuté al comprobar que las cucarachas pululaban a sus anchas por cada esquina del cuarto, visión que en casa me hubiera hecho dar saltitos y emitir chillidos histéricos de lo más viril. Tampoco puse cara de asco alguna al ver que el armario empotrado de la entrada, donde se supone guardaría mis ropas, pareciera más bien un criadero de champiñones. Y, por supuesto, apenas me inmuté al comprobar que el manitas del conserje y sus secuaces habían pintado las paredes sin previamente retirar un calendario y un póster que había pegado el último inquilino, dejando todo el suelo lleno de pegotes de pintura secos.
No obstante, sí que dudé un poco al descubrir el cuarto de baño, cuya puerta estaba totalmente podrida por la humedad de mitad para abajo, y cuyas paredes de azulejo lucían con un color negruzco de moho que no había sido limpiado en meses y meses, quizás incluso años.
Viendo el estado en el que se encontraba aquel despropósito de habitación, calculé que me costaría varios días de duro trabajo dejarla más o menos habitable, condición que estaba más que dispuesto a aceptar a cambio de poder contar con un lugar mínimamente digno en el que dormir esa misma noche.
Al cabo de unos cuantos días, descubrí que iba a ser imposible librarse de los hongos que habían tomado mi colchón como hábitat, pero para entonces ya me habían provocado una infección terriblemente picante en la ingle que hizo las delicias de mis compañeros de clase, quienes elucubraron otro tipo de teorías sobre mis picores. Afortunadamente, cuando le mostré mi problema al conserje (el del colchón, no el de las ingles), no puso traba alguna para cambiármelo, tal era la peste a moho que emanaba.
Sin embargo, el problema de la humedad me persiguió durante muchas semanas más, y no fue hasta que empecé a fijarme en las caras que ponían mis invitados al pasar al cuarto, cuando me di cuenta de que solucionarlo requeriría de muchas más horas de ventilación de las que había imaginado para que desapareciera. De hecho, una vez un vecino me comentó que mi habitación había estado “abandonada” por muchos meses después de que el anterior inquilino, que debía ser una especie de sociópata, la usara a modo de refugio del que apenas salió en un año. Mejor no imaginarse cosas.
Por otra parte, y aunque durante el caluroso septiembre apenas requerí una ducha caliente, en los dos meses y medio posteriores comprobé con creciente irritación que no contábamos con una caldera en condiciones, y que a lo más que podía aspirar por la mañana era a tomar una ducha de agua templada.
Sí, ya sé que los médicos recomiendan tomar duchas de agua fría, pero una cosa es tomarlas a voluntad y otra muy distinta es que a uno no le queden más nísperos que obrar de ese modo. Ya os podéis imaginar la mala hostia que irradiaba servidor por las mañanas.
Pues así eran las condiciones de vida para la mayoría de estudiantes extranjeros en aquel Campus, aunque la verdad es que muchos estudiantes chinos vivían en condiciones todavía peores, hacinados en habitaciones de hasta 8 estudiantes, sin calefacción ni aire acondicionado, cortes de luz a las once de la noche, y con los mismos problemas de agua caliente durante buena parte del año.
Sin embargo, también recuerdo que los universitarios chinos se extrañaban muchísimo de saber que la Universidad de Wuhan nos exigía pagar 1200 yuanes al mes por habitaciones individuales en un estado tan lamentable, cuando ellos pagaban cifras similares por todo un año compartiendo habitación.
Pero por muchas vueltas que podamos darle al asunto, en aquel momento ya era tarde para que me echase atrás, y además ahora me doy cuenta de que vivir en esas condiciones durante seis meses hizo de mí una persona más dura, más resistente, más fuerte y… ¡Patrañas! No volvería a vivir allí ni aunque fuera el último refugio de un apocalipsis chino-zombie.



jaja pues vaya aventurita has tenido nada más al llegar a tu destino, casi todo desastres, xD
Pues sí David, la verdad es que mi llegada a la Universidad de Wuhan no fue como para echar cohetes. Ya se sabe, los comienzos suelen ser difíciles, pero tampoco está mal si más tarde uno puede reirse de las incomodidades pasadas.
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